Hacía
años que no pisaba esa ciudad y a pesar de un penoso y vomitivo viaje en barco,
me encontraba ligeramente alegre.
Me
recibió un día brillante, frío y limpio. Mis pasos ligeros separaron la
manifestación de repugnantes palomas que atestaban la plaza Cataluña.
Barcelona
siempre me produjo sentimientos encontrados, la aprecio porque es el escenario
de mi juventud. Pero también la detesto, porque me resulta una ciudad llena de
pretensiones.
El
día prometía, me dirigí a las oficinas donde me encontraría con un cliente, un
banquero rechoncho embutido en un traje gris oscuro. Me impresionaba ver como
su propio cuello desbordaba al de su camisa. Puntualidad, cordialidad, todo se
deslizo en un aceitoso tobogán de éxito. El trato se había cerrado, lo que me
suponía un crecimiento de mis también rechonchas ganancias.
En
realidad mi trabajo me desagradaba bastante, pero me encantaba el dinero y con
mi trabajo ganaba fortunas anuales que me permitían soñar con el día en que lo
pudiese gastar. O eso creía yo.
Yo,
que era un hombre que había conseguido cumplir con todas las promesas filiales,
educado en las mejores escuelas, recto, correcto y erecto, me deslizaba, rodaba
y volaba rápido por los días, acertando en todas las dianas. Tenía treinta años
y abundante cabello castaño, que mantenía a raya cada dos semanas en la
peluquería. Detallista, maniático y
arrogante controlador.
¿Pero
cómo podía yo sostener todo aquello?, cuando en mi naturaleza existía el anhelo
de un niño alegre que quería ser pintor. ¿Cómo podía yo, soportar la terrible
presión de una familia conservadora, que seguía al pie de la letra todos los
tópicos católicos, apostólicos y romanos? ¿Cómo podía con la enorme carga de
heredar la empresa que el padre de mi padre había forjado?
Eran
las oscuras seis de un invierno cálido y raro. Entré al puticlub habitual y me
pedí un gintónic. Me senté en una butaca aterciopelada de un color bastante
vaginal. Las paredes y el suelo también
estaban cubiertas de color carne de dudosa moqueta. Varias estatuas de yeso, de
ingenua intención clásica decoraban la
sala junto con una o dos plantas (que supuse artificiales), la barra, a mi
derecha, sostenía a una docena de prostitutas que esperaban, provocaban o
directamente hacían felaciones a sus ganados clientes.
El
olor a tabaco viejo impregnado en todo el mobiliario me reconfortaba
inexplicablemente. Recordé a mi padre en la habitación oscura que era su
despacho. En su butaca marrón de piel. Sus manos grandes y borrosas, que a
veces me tocaban, me mostraban lo que tenía que hacer y me indicaban donde
sentarme.
-Me
puedo sentar? Me despertó una puta mientras ponía su culo en el apoyabrazos de
mi butaca. Su olor a sudor tapado con colonia me dio literalmente nauseas, me
levanté de un salto y aterricé en la barra. Tenía la mano dormida de sostener
mi copa y los cubitos se derretían con mis intenciones.
Decidí
irme, pero mi cerebro reptiliano hizo una última llamada y allí estaba Paula.
Entonces no sabía que ese era su nombre y que ese no era su nombre. Me acerqué
y la invité a beber conmigo. Hablamos un poco, pero sobre todo hacíamos
silencios larguísimos. Donde yo la miraba con curiosidad, primero su ropa:
llevaba un vestido bastante largo para su profesión, unas botas y un abrigo
excesivo para la temperatura del local, toda ella no encajaba en
ese horripilante lugar.
Era
menuda y frágil, su piel muy blanca y brillante no despertaba la acritud que
solían provocarme las putas. Normalmente las odiaba, odiaba esos lugares, pero
también los adoraba. Repulsión, atracción y pulsión, eran mis síntomas ante
casi todas las cosas que me hacían sentir vivo. Por eso las llevaba a un hotel
y luego de follarlas, pegarles y torturarlas las estrangulaba poco a poco
mirando como sus ojos se opacaban y se convertían en ojos de pescado. Ya lo
había hecho antes, una veintena de veces y no quería, no quería hacer lo mismo
con Paula… Ella me gustaba, fue bonito, estuvimos codo a codo en la barra
durante más de una hora. En mi vida no había lugar para momentos tan humanos.
Hasta que me dijo de ir a un hotel. Me asuste y me enfadé. Pensé que ella era
distinta, todo suponía que era diferente, pero sólo al principio no lo fue. Porque
cuando la estaba estrangulando, cuando tenía su frágil cuello entre mis manos y
veía como se azulaba su suave cara, me vi, me vi en sus ojos aterrados. Y la
solté. Cuando se recompuso salió pitando y yo me quedé allí atónito, todavía
con esos ojos, que me recordaron a los de mi madre.
Llegó
la policía y me dejé llevar, por la comisaría, por los juzgados y por todos
estos años encerrado. Ahora tengo cincuenta años, ya no tengo tanto pelo, y el poco que me
queda me lo ato en una coleta. Ahora ya no sueño con una jubilación anticipada,
ni con el éxito, ni siquiera con transgredir la moralidad asesinando a putas.