"Las cosas no son tan comprensibles ni tan formulables como se nos quiere hace creer casi siempre; la mayor parte de los acontecimientos son indecibles, se desarrollan en un ámbito donde nunca ha penetrado ninguna palabra"

Rainer Maria Rilke, "Cartas a un joven poeta".

26 ene 2016

El niño que quería ser pintor

Hacía años que no pisaba esa ciudad y a pesar de un penoso y vomitivo viaje en barco, me encontraba ligeramente alegre.

Me recibió un día brillante, frío y limpio. Mis pasos ligeros separaron la manifestación de repugnantes palomas que atestaban la plaza Cataluña.

Barcelona siempre me produjo sentimientos encontrados, la aprecio porque es el escenario de mi juventud. Pero también la detesto, porque me resulta una ciudad llena de pretensiones.

El día prometía, me dirigí a las oficinas donde me encontraría con un cliente, un banquero rechoncho embutido en un traje gris oscuro. Me impresionaba ver como su propio cuello desbordaba al de su camisa. Puntualidad, cordialidad, todo se deslizo en un aceitoso tobogán de éxito. El trato se había cerrado, lo que me suponía un crecimiento de mis también rechonchas ganancias.

En realidad mi trabajo me desagradaba bastante, pero me encantaba el dinero y con mi trabajo ganaba fortunas anuales que me permitían soñar con el día en que lo pudiese gastar. O eso creía yo.

Yo, que era un hombre que había conseguido cumplir con todas las promesas filiales, educado en las mejores escuelas, recto, correcto y erecto, me deslizaba, rodaba y volaba rápido por los días, acertando en todas las dianas. Tenía treinta años y abundante cabello castaño, que mantenía a raya cada dos semanas en la peluquería. Detallista, maniático y arrogante controlador.

¿Pero cómo podía yo sostener todo aquello?, cuando en mi naturaleza existía el anhelo de un niño alegre que quería ser pintor. ¿Cómo podía yo, soportar la terrible presión de una familia conservadora, que seguía al pie de la letra todos los tópicos católicos, apostólicos y romanos? ¿Cómo podía con la enorme carga de heredar la empresa que el padre de mi padre había forjado?

Eran las oscuras seis de un invierno cálido y raro. Entré al puticlub habitual y me pedí un gintónic. Me senté en una butaca aterciopelada de un color bastante vaginal. Las paredes y el suelo  también estaban cubiertas de color carne de dudosa moqueta. Varias estatuas de yeso, de ingenua intención clásica decoraban la sala junto con una o dos plantas (que supuse artificiales), la barra, a mi derecha, sostenía a una docena de prostitutas que esperaban, provocaban o directamente hacían felaciones a sus ganados clientes.

El olor a tabaco viejo impregnado en todo el mobiliario me reconfortaba inexplicablemente. Recordé a mi padre en la habitación oscura que era su despacho. En su butaca marrón de piel. Sus manos grandes y borrosas, que a veces me tocaban, me mostraban lo que tenía que hacer y me indicaban donde sentarme.

-Me puedo sentar? Me despertó una puta mientras ponía su culo en el apoyabrazos de mi butaca. Su olor a sudor tapado con colonia me dio literalmente nauseas, me levanté de un salto y aterricé en la barra. Tenía la mano dormida de sostener mi copa y los cubitos se derretían con mis intenciones.

Decidí irme, pero mi cerebro reptiliano hizo una última llamada y allí estaba Paula. Entonces no sabía que ese era su nombre y que ese no era su nombre. Me acerqué y la invité a beber conmigo. Hablamos un poco, pero sobre todo hacíamos silencios larguísimos. Donde yo la miraba con curiosidad, primero su ropa: llevaba un vestido bastante largo para su profesión, unas botas y un abrigo excesivo para la temperatura del local,  toda ella no encajaba en ese horripilante lugar.

Era menuda y frágil, su piel muy blanca y brillante no despertaba la acritud que solían provocarme las putas. Normalmente las odiaba, odiaba esos lugares, pero también los adoraba. Repulsión, atracción y pulsión, eran mis síntomas ante casi todas las cosas que me hacían sentir vivo. Por eso las llevaba a un hotel y luego de follarlas, pegarles y torturarlas las estrangulaba poco a poco mirando como sus ojos se opacaban y se convertían en ojos de pescado. Ya lo había hecho antes, una veintena de veces y no quería, no quería hacer lo mismo con Paula… Ella me gustaba, fue bonito, estuvimos codo a codo en la barra durante más de una hora. En mi vida no había lugar para momentos tan humanos. Hasta que me dijo de ir a un hotel. Me asuste y me enfadé. Pensé que ella era distinta, todo suponía que era diferente, pero sólo al principio no lo fue. Porque cuando la estaba estrangulando, cuando tenía su frágil cuello entre mis manos y veía como se azulaba su suave cara, me vi, me vi en sus ojos aterrados. Y la solté. Cuando se recompuso salió pitando y yo me quedé allí atónito, todavía con esos ojos, que me recordaron a los de mi madre.

Llegó la policía y me dejé llevar, por la comisaría, por los juzgados y por todos estos años encerrado. Ahora tengo cincuenta años,  ya no tengo tanto pelo, y el poco que me queda me lo ato en una coleta. Ahora ya no sueño con una jubilación anticipada, ni con el éxito, ni siquiera con transgredir la moralidad asesinando a putas.

Ahora hago lo que siempre y verdaderamente quise hacer: Pintar. Y empapelo mi celda con mis dibujos, bocetos y pinturas y no me importa nada más que el presente. 

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